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Democracia entre balas

Asesinato, impunidad, y el estado mexicano

Sarah Osten

Este ensayo es parte del proyecto Democracia entre balas

En octubre de 1927, el General Francisco R. Serrano y 13 de sus colaboradores más cercanos fueron asesinados por soldados federales al lado de una carretera en las afueras de Huitzilac, Morelos. Los eventos que son recordados, con poca frecuencia, como la masacre de Huitzilac, le pusieron un fin rápido y por demás sangriento, a la rebelión política liderada por Serrano y el General Arnulfo Gómez. El objetivo del gobierno federal al ordenar estas matanzas fue suprimir preventivamente una anticipada insurrección armada por parte de los dos generales, ya que ambos eran candidatos de la oposición y rechazaban el regreso al poder del entonces ex presidente Álvaro Obregón en la elección de 1928.


Aunque el gobierno aseguró que los muertos habían sido encontrados culpables de rebeldía en una corte militar y sentenciados a muerte, más de una dependencia de gobierno concluyó que nunca existió un juicio. Cientos de simpatizantes con la causa también fueron asesinados en las semanas y meses posteriores a la matanza. Sólo algunos tuvieron algo parecido al debido proceso y los políticos quienes los apoyaban fueron purgados de la legislatura federal.


En la historia de México, este episodio es generalmente considerado como un pequeño obstáculo en la consolidación del sistema dominado por un solo partido político que se enraizó con la fundación del Partido Nacional Revolucionario (PNR), el precursor del Partido Revolucionario Institucional. La rebelión de Gómez Serrano y la masacre de sus líderes fue opacada, por otras revueltas de mayor consecuencia en el mismo período, en particular la de De la Huerta 1923-4 y la Guerra Cristera de 1926-7.


Casi una década después, el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940) abrió una investigación oficial de la masacre. No obstante, la investigación obedecía a otros motivos más allá de proveer, aunque fuera de manera tardía, justicia para las víctimas y sus familias. Destacan tres razones. Primero, fue realizada para exonerar de manera pública al sistema político mexicano de un crimen violento cometido en su nombre y por sus propios agentes, un asesinato múltiple diseñado para asegurar la estabilidad política en un periodo cuando no habían instituciones políticas capaces de manejar la disidencia entre la camarilla en el poder. Segundo, y también al servicio de la consolidación del régimen, fue diseñada para manchar las reputaciones del otrora presidente Plutarco Elías Calles y su ministro de guerra Joaquín Amaro, quien había ordenado la masacre. Calles y Amaro eran personas non gratas quienes junto con sus aliados habían buscado socavar públicamente al gobierno de Cárdenas. Tercero, buscaba mandar una señal que el Estado había abandonado sus antiguas, ad hoc y a veces violentas (Callistas) formas de operar para resolver dilemas de corte político en favor de la institucionalidad, la transparencia y la rendición de cuentas.


La investigación que tardó un año en completarse 1937-8, no produjo ninguna sentencia o juicios, ni reveló nada nuevo sobre la masacre más allá de confirmar lo que la mayoría de los mexicanos ya sabía: que las víctimas habían sido asesinadas por el Estado por sus convicciones políticas y que los perpetradores nunca rendirían cuentas. La madre desconsolada de una de las víctimas escribió a los investigadores, en una de sus múltiples cartas suplicando justicia para su hijo: “En esa época terrible sólo tenía llanto de un terrible dolor tras recibir el cuerpo de mi noble hijo, asesinado por soldados confundidos sin ningún derecho más que el de portar armas en nuestra Nación.”[1]

Pero la investigación que ella y otros demandaron no les dio ni a ella ni a nadie más ninguna forma de justicia. Al contrario, fue diseñada para aparentar una verdadera rendición de cuentas al absolver de manera pública al ejército, el poder judicial y la presidencia de la responsabilidad de un episodio particularmente oscuro y vergonzoso en un pasado reciente ya que todas las dependencias involucradas tuvieron la oportunidad de demostrar que no contaban con competencia jurídica para seguir investigando la masacre.

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Foto: Fototeca Nacional/D.R. Instituto Nacional de Antropología e Historia, México

Este caso nos ayuda a entender que la violencia selectiva desde el Estado y la consolidación del Estado son en realidad dos caras de la misma moneda en el México posrevolucionario, incluso durante los años reformistas y progresistas del cardenismo y que la impunidad criminal de la violencia política no era necesariamente una falta de capacidad sino, a veces, un cálculo político. Durante el siglo XX, estos malabares ayudaron a mantener el poder del régimen del PRI hegemónico. La paz y la estabilidad fueron aseguradas por medio de actos de violencia estatal selectivos, estratégicos y relativamente esporádicos, no solamente cuando el sistema posrevolucionario comenzó a colapsar varias décadas después y tampoco únicamente cuando las estrategias preferidas del PRI de cooptación y represión selectiva fallaban, sino consistentemente, y desde el principio.


Refiriéndose indirectamente a la masacre de Huitzilac, Cárdenas lamentó que “el respeto por la vida humana” había sido “devaluado” en los años posteriores a la Revolución Mexicana[2]. Los intereses políticos de los años 20 y 30 algunas veces significaron compromisos que nunca fueron reevaluados, en parte porque los compromisos fueron muy exitosos, al menos en lo que concernía a los líderes del partido. Igualmente importantes fueron las decisiones estratégicas de no abrir procesos contra perpetradores de violencia, ya fueran agentes del Estado o no, aun cuando las consecuencias de dicha violencia fueran contrarias al bien común pero servían a algunos cuantos individuos o grupos con poder y por encima de todo, al partido mismo. La impunidad criminal de los perpetradores de la masacre no era el objetivo principal de la investigación, sólo un costo asumido. Si la investigación enviaba un mensaje a la clase política que la violencia intra-élite ya no sería tolerada, para los ciudadanos de a pie, fue claro que los grandes gestos simbólicos de justicia serían la mejor y única respuesta por parte del Estado.


La violencia política en México existe en un espectro, de la misma forma que ocurre en todos lados. En el caso mexicano, hay ejemplos notorios, tanto del presente y del pasado, de violencia y asesinatos cometidos abiertamente por agentes del Estado (Huitzilac, Tlatelolco, Corpus Cristi) o, con mayor frecuencia en décadas recientes, en que el Estado decidió permitir ya fuera por medio de órdenes (Acteal) o por indiferencia (la plaga feminicida en Ciudad Juárez) o negligencia (Ayotzinapa, Allende, y el claro fracaso del Estado en proteger a las y los periodistas) con algún grado de superposición de estas categorías en todos los casos.


Todos estos actos de violencia fueron cometidos y/o permitidos por razones que probablemente nunca entenderemos a fondo, más allá de saber que la violencia fue perpetrada a favor del interés de alguien o algún grupo muy poderoso o protegido por alguien con mucho poder. Las teorías de la conspiración abundan en la ausencia de la transparencia y la rendición de cuentas, en un país donde las personas generalmente asumen que el Estado protege a los perpetradores: el asesinato sin resolver del candidato presidencial por el PRI, Luis Donaldo Colosio, en 1994 es un ejemplo claro de ello. No obstante, solo uno entre muchos.


Sin duda, a veces la violencia y la impunidad criminal de actos de violencia son perpetrados a nombre de los intereses del Estado. Pero si estudiamos la violencia política solo desde esta interpretación limitada, como un acto para causar un daño y la muerte, o la amenaza de éstas por parte del Estado, e incluso si ampliamos nuestro entendimiento de la violencia política como la ausencia de rendición de cuentas para los perpetradores no-estatales, entonces perdemos una visión amplia que da cuenta de las consecuencias de largo aliento de la violencia, incluso en su ausencia.


Casi una total impunidad de los actos violentos es también un acto de violencia cometido por el Estado hacia sus ciudadanos. También es una herramienta poderosa de exclusión política que en los últimos 20 años ha complicado y socavado un proceso de democratización electoral en México. Es un error, no obstante, interpretar la violencia contemporánea sin rendición de cuentas como un síntoma de ese proceso. Aunque existe claramente una relación causal entre la violencia del narcotráfico y la democracia electoral, también debemos confrontar las raíces profundas de la violencia que están atadas a los cimientos del sistema político del México moderno y las formas en que las distintas formas de violencia política que confrontan a México están interrelacionadas.

La falta de fe generalizada entre los ciudadanos en sus gobiernos locales y nacionales de realmente proveerlos de protección contra los criminales (o de la policía o los soldados) o con un debido proceso es tan corrosiva a la relación entre el Estado y la sociedad como son los casos repetidos de corrupción y debilitamiento del proceso democrático. También es importante reconocer que no se deben a fallas en el funcionamiento del sistema político posrevolucionario sino a sus mismas características: es decir, muchos de estos problemas que enfrenta México hoy son el resultado de legados históricos del diseño y la construcción del sistema político a inicios del siglo XX.


Mientras que los manifestantes que demandaban respuestas y justicia por la masacre de Ayotzinapa de 2014 escribieron con velas, de manera memorable, en el zócalo de la Ciudad de México “FUE EL ESTADO” quizás agentes del Estado estuvieron activa y directamente involucrados en la matanza de los 43 estudiantes, pero igualmente, la falta de respuestas creíbles por parte de las autoridades a lo que ocurrió esa noche en Iguala, y por qué ocurrió, también son una forma de violencia por parte del Estado y otra grieta en el pacto entre el Estado y sus ciudadanos.


El estudio de la historia no resuelve problemas en el presente, pero sirve para generar lecciones. En el caso de Huitzilac, la masacre de hace casi cien años enfatiza que los compromisos realizados en aquellos tiempos, incluso la autorización de matar a disidentes en nombre de estabilizar a un Estado posrevolucionario en ciernes y de protegerlo de amenazas políticas inminentes, continúan cazando el presente.

La represión selectiva por parte del Estado, la violencia y los asesinatos son generalmente, e incorrectamente, vistos como evidencia de Estados débiles usando cualquier herramienta cuando otras opciones para lograr objetivos (en particular impedir el disenso) no están disponibles. Pero si realmente entendemos la profundidad y la ubicuidad de la violencia estatal y el ejercicio de largo aliento de casi una total impunidad de la mayoría de los perpetradores de la violencia en México, entonces debemos aceptar la dura realidad de que la violencia cometida o aprobada por el Estado siempre ha sido una característica de la gobernanza posrevolucionaria.


La violencia, por lo tanto, no debe entenderse como una aberración sino como parte integral del sistema. Incluso durante su etapa más progresiva bajo el cardenismo. Incluso cuando la maquinaria política priísta estaba bien aceitada y funcionaba bien, e incluso cuando México había alcanzado sus mejores niveles de pacificación en particular comparado con países vecinos de la región que eran menos discretos con la violencia que cometían contra sus ciudadanos. Los académicos que estudian el narcotráfico en México ya lo han demostrado y existe un consenso entre académicas y académicos que el Estado y los llamados “cárteles” nunca han estado realmente separados en categorías nítidas de bueno y malo o incluso separados por completo, como ambos querrían que pensáramos. Debemos expandir esta idea no sólo más allá de la violencia vinculada con el narcotráfico sino también hacia atrás en el tiempo para comprender de mejor manera la violencia sancionada y liderada por Estado en México tanto en el presente como en el pasado.


Referencias

[1] Archivo Histórico de la Secretaría de la Defensa Nacional (colección especial en línea), Departamento de Archivo Correspondencia e Historia. Expediente XI/481.5/412.Tomo II, Fojas 381-4. Refugio Robles de Capetillo a Agustín Mercado Alarcón, 17 de noviembre de 1937. Los archivos militares de la investigación de la masacre estuvieron disponibles en línea brevemente en la página http://www.archivohistorico2010.sedena.gob.mx entre 2010 y (aproximadamente) 2014. He escrito con más profundiad sobre este caso y su importancia: Sarah Osten, "Out of the Shadows: Violence and State Consolidation in Postrevolutionary Mexico, 1927–1940," The Latin Americanist64, no. 2 (2020).

[2] Como aparece la cita en: John W. F. Dulles, Yesterday in Mexico: A Chronicle of the Revolution, 1919-1936 (Austin, TX: University of Texas Press, 1961), 679-80.

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Sarah Osten es profesora asociada de historia de la Universidad de Vermont. Su investigación examina la política revolucionaria y la violencia en México durante el siglo XX.

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“Democracia entre balas” es un proyecto del Mexico Violence Resource Project apoyado por la Iniciativa Global contra el Crimen Organizado Transnacional y el Centro de Estudios México-Estados Unidos de la Universidad de California San Diego. Para descargar un archivo PDF de los ensayos haga click aquí. Para más información sobre el Mexico Violence Resource Project, visite nuestra página haciendo click aquí.

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